María
Era jueves. podría haber sido cualquier día de la semana, pero era jueves. María se repetía esto una y otra vez mientras miraba distraídamente a la gente que pasaba caminando por la plaza central. Algunos iban apurados porque ya había terminado la hora del almuerzo y era tiempo de volver a la oficina, otros sólo mataban el tiempo mientras esperaban a alguien, y otros más caminaban con paso decidido, hacia algún lado, con el fin de hacer la siguiente cosa definida en sus rutinas diarias. Ella no caminaba con ninguno de ellos. No tenía prisa de volver al trabajo, nadie la esperaba y no esperaba a nadie, y "rutina" era una palabra ausente de su vocabulario desde el momento en que su casa, su barrio y su ciudad natal le quedaron pequeños.
María tuvo que irse, tomó un bus a la capital y llegó a esa misma plaza una mañana de octubre. También era jueves, y los mismos grupos de caminantes llenaban el lugar. Sin embargo, esa mañana no era María quien los observaba distraída. Otra mujer, un poco mayor que ella los miraba, sin verlos realmente. Cuando sus ojos se cruzaron, se reconocieron la una en la otra de inmediato. Ambas vieron el hambre insaciable de aventura y la curiosidad perenne en los ojos de la otra mujer de semblante sencillo y ademanes reposados que ahora caminaba hacia si, y hacia la cual, inexplicablemente, se dirigían sus pasos. Casi instantáneamente se hiceron amigas, cómplices en medio de la gente que sí sabe lo que es una rutina.
La mujer sin nombre ("sólo háblame de 'tú'") se volvió la mentora de María. Le enseñó a interpretar las señales de la tierra, las cartas, el humo y del mundo en general para aprender sobre presentes confusos y mañanas inciertos; le enseñó a leer en los montes y valles de la mano la historia de su interlocutor, para dar (¿por qué no?) consejos sobre amor o dinero.
María se enamoró perdidamente de la mujer sin nombre, sí, pero sobre todo se enamoró de quien era ella misma cuando estaban juntas. Ella, quien siempre había estado escondida tras el nombre, casi genérico, que le habían dado sus padres (el mismo que los padres de casi todas sus vecinas le habían dado a sus respectivas hijas), era más que sólo "María" en esos momentos. María era mujer, era vida, era sueños. Aprendió a amarse durante los meses (o ¿fueron años?) que estuvieron juntas, y lo siguió haciendo aún después de la noche en que la mujer sin nombre la miró a los ojos (esos ojos que eran de ambas) y se despidió sin ceremonia ni llanto. María sonrió, con la sonrisa melancólica que ya no dejaría sus labios jamás, y se despidió también en silencio.
Ese jueves María se quedó sola y siguió su propio camino.